Uber, tráfico y los taxis del futuro
Micrónica del transporte público No.1
Don Luis Alejandro, un hombre de unos sesenta y tantos años, fue el encargado de cubrir mi ruta de hoy de Seguros Bolivar, en la calle 26, hacia mi casa. Si bien la primera parte del camino permaneció en silencio, con el tiempo se fue soltando.
Todo empezó cuando nos disponíamos a coger la carrera 30 hacia el norte, la que a las 6 de la noche suele ser una vía muy congestionada en Bogotá. Él me sugirió desviar por la 24 hacia el barrio el Polo, pues le parecía una ruta poco transitada. Tuvo la razón.
Lo importante no fue la acertada decisión de don Luis, sino la conversación que tuvimos a partir de ese momento. “Entraron los colegios, entraron las universidades, algunas privadas y otras públicas, llegaron a los trabajos, el tráfico volvió a la normalidad”, decía sobre el retomar diario del trabajo de taxista. Entre palabra y palabra, empezó a sacar números, tanto que ya parecía un boletín estadístico: “Hace dos años se calculaba que habían 70.000 ‘Ubers’ en las calles, mientras que taxis son 40.000. Hace un año había 35.000. El diciembre pasado yo creo que ya eran solo 14.000”. No entendía bien el por qué de esos números al aire, por lo que me arriesgué a preguntarle y él no dudó en responderme:
“¡Pues porque están renunciando! Quien se aguanta estos trancones. En diciembre con ese caos renunciaron un montón de ‘Ubers’. ¡Claro!, como ellos tienen su tarifa fija, imagínese sumercé lo que sería estar quietos horas con el mismo precio”
La curiosidad no me pudo más, y tuve que contrapreguntarle si Uber lo había afectado de alguna manera. Me respondió que no directamente. Para ser sincero fue una respuesta que me alivió. No suelo ser usuario de Uber y, tal como se lo he confesado a muchos taxistas, solo suelo pedir uno cuando ningún Taxi responde mi solicitud en horas pico. Pero mi alivio respondía a encontrar personas que no buscaban un conflicto en ese tipo de situaciones, aun siendo del gremio afectado.
Rápidamente me hacía algunas cuentas: que $1'800.000 para el dueño del carro, que $1'200.000 para la gasolina, que su salario era de 2'000.000. Y con el cumplimiento de esos cálculos, que ni la llegada de Uber había logrado impactar, él se sentía tranquilo. Incluso, que en diciembre, a pesar de que no pasó por el norte, había logrado 2'400.000. Y entre número y número, parecía que la conversación entraba a su fin mientras me decía “lo que pasa es que hay que trabajar”.
Lo que pasa es que hay que trabajar
Un silencio con una duración de un semáforo en rojo del barrio 7 de Agosto, y empezó con una historia nueva.
“Uno empieza a las 6 de la mañana. Va hasta las 11. En la noche salen unos 20.000 taxis. Pero póngale, de esos carros 19.000 salen juiciosos, hacemos nuestras carreras. Hasta las 11 es que hay trabajo, de los que salen de las universidades, de los que salen tarde del trabajo, pero póngale que a las 11 uno ya terminó”.
Una vez más yo estaba totalmente perdido del contexto de su cuento. Apenas me miraba por el retrovisor. Yo, sentado justo detrás de su puesto, solo le veía los ojos y la calva, pero lo que realmente me tenía cautivado era el acento campesino con el que me hablaba ymque me recordaba a mi familia en Boyacá. Era un hombre que parecía muy trabajador. Los últimos 20 años los había dedicado al oficio de taxista, y 10 años antes de eso había trabajado como conductor de un camión (cuyas especificaciones no recuerdo) cubriendo la ruta Bogotá - Medellín - Urabá para el transporte de bananos.
Mientras los silencios ocurrían yo observaba el carro. Al lado del parasol del conductor, y justo encima del retrovisor, había una especie de artefacto que parecía una cámara. “Puro visaje” pensé, pues el carro distaba mucho de KITT, el Pontiac Firebird Trans Am protagonista de la serie ochentera ‘El Auto Fantástico’ (Knight Rider).
En realidad no había rastro de nada electrónico dentro del carro. El radio no servía, y no tenía ese sin número de tabletas y celulares, los cuales los taxistas no solo usan para sincronizar sus actividades con su trabajo con aplicaciones, sino que se la pasan en grupos sociales de personas infinitas diciéndose groserías entre sí. Revisé las ventanas y no había ni un indicio de trabajar con Tappsi, EasyTaxy o cualquier otro parecido.
La conversación regresaba mientras yo detallaba el carro:
“Pero de esos 19.000 hay 1.000 compañeritos que tienen sus noviecitas. Y van a ver a sus noviecitas en la noche. Y las noviecitas entonces que ‘vamos a comer’, que la residencia, que incluso el tejo. Y los compañeros están dejando a las noviecitas a las 11. Tan lindas las noviecitas. Y uno ya ha trabajado hasta a esa hora. Y entonces ahí sí que ‘esos hijueputas Ubers nos quitan el trabajo’, cuando ya no hay gente que recoger”.
Contó como esos 1000 novios de sus noviecitas se reunían luego para protestar y salir en la búsqueda inquisidora de los conductores de Uber en la calle 85. Y qué, a eso de las 2 de la mañana, empezaban las guerras del transporte capitalino. Pero terminaba, una vez más diciendo que “lo que pasa es que hay que trabajar”.
De la Inteligencia social, no artificial, y su servicio del futuro.
“Usted va de paseo a Chapinero, ¿cierto?.”
Así recibía a los pasajeros que en diciembre le pedían que los llevara hacia el norte. Me lo confesó entre otras cosas que me iba diciendo. Así también me confirmó que su carro no gozaba (o sufría) de la Inteligencia Artificial de KITT, o del DeLorean de Volver al Futuro.
“Yo vivo del día a día. Lo malo es que yo no uso eso de las aplicaciones. Es que ni radioteléfono. Eso yo tuve uno, pero ni lo sabía usar. Más bien era como para las emergencias. ¿Sumercé se ha pinchado? Haga de cuenta, sumercé no sabe ni como usar el gato o la cruceta, pero ahí se las arregla en una emergencia. Así era el radioteléfono para mi”
Pero no necesitaba de eso. Solo de él mismo, y su inteligencia social. Me contó como todas las mañana salía de su casa en Bosa, entre 5 y 6 de la mañana, y llevaba a una señora en San Victorino. En diciembre se negó a realizar recorridos hacia el norte, para evitar involucrarse en caos navideño que ocurre como fenómeno comercial de las compras de regalos. Así, salía de San Victorino hacia los lugares a los que ninguno de sus compañeros quería ir al sur.
Uno de esos días, estando en el popular barrio 20 de Julio, conocido por ser el hogar del Divino Niño, ese que vestido de rosado, es insignia de la ritualidad bogotana, unos ‘tipos’ le pidieron llevarlos a Chapinero.
“Yo no les iba a decir que no. Jamás haría eso. Les dije ‘claro que sí’. Pero nunca los llevé a Chapinero”.
Está bien. La cosa se puso interesante. Don Luis Alejandro tenía toda mi atención.
“Les dije ‘Ustedes van de paseo, ¿cierto?, porque a Chapinero nos demoramos tres horas. Y vayan haciendo cuentas, porque la hora en taxi es casi a $20.000, y son tres entonces por bajito vayan alistando $60.000. ¡Ah!, ¿Y tienen la tarjeta de algún domicilio?. Porque acá nos va a dar la hora del almuerzo, pero no se preocupen que la moto nos llega donde estemos con la comida, eso llega, se los aseguro. ¡Pero me invitan!. Claro está, que si lo que tienen es afán los puedo dejar en la estación de Transmilenio del 20 de Julio. Irán más apretaditos tal vez, pero de que les rinde más no hay duda’. Y así fue, allá los los deje. Y sí ve, nunca los dejé botados”.
Reímos un rato de la historia, de su sagacidad, y de los pobres afanados que terminaron su viaje en articulado. Pero así era, no dejaba nunca una carrera porque “lo que pasa es que hay que trabajar”.
Quizás por eso, a pesar de la lejanía con la tecnología, sobrevivía a los tiempos modernos, no los de Charles Chaplin, sino a los días en que, como hoy a mi (luego de frustrado rooteo de mi Android), es una locura cuando el celular no funciona. Era inteligente no solo de experiencia sino de preparación. Lo entendí cuando me confesó que sí usaba Whatsapp para hablar con sus 40 compañeros del SENA, con quienes se capacitó.
Y en el último año también se había capacitado en transporte de lujo. No entendí bien en comienzo lo que era, pero tal vez al ver mi mirada perdida en el retrovisor me explicó que en poco tiempo los taxis negros entrarían en circulación. Las nuevas generaciones no lo recordarán, pero hace unos 25 años (cuando yo tenía cinco años) existían unos taxis negros y amplios que circulaban por toda Bogotá, en la misma época de las casetas de vendedores ambulantes, y de las cabinas telefónicas que se ambientaban con los colores amarillo y rojo de la bandera del Distrito Capital. Y al hablarme de taxis negros, me entró la nostalgia.
No duró mucho, porque otra vez debió interpretar lo perdido que andaba yo en la historia, y fue cuando me aclaró que eran taxis de lujo: BMW, Toyota, Mercedes. Chevrolet no, ese no se considera de lujo a no ser de que sea camioneta. Y, “¿Quien quiere una camioneta como taxi?”.
Agotando los kilómetros, me contó un poco del futuro de su profesión, al menos como la ve él, y otra vez sacando sus estadísticas a relucir terminó el viaje a punta de predicciones.
“Para el 2020 tendremos los taxis negros de lujo, pero para el 2025 todos los taxis serán negros. No va a quedar un solo taxi amarillo. ¡Y el que quede, que lo pinten!”.